El entrenador de aquel equipo estaba que ya no daba más. Intentaba
hacer su trabajo, en serio, pero siempre se le metía en la oficina uno de sus
jugadores, esos machitos guapos y atléticos, admirados por los chicos, amados
por las nenas, todos con buenos cuerpos, y sin embargo allí entraban, a mostrar
sus músculos, a incitarle con sus ruegos y pedidos sentados en sus piernas, con
sonrisas pícaras de tíos que ya conocen el goce que se alcanza entre los
fuertes brazos de un hombre como él. Intentaba resistirse, en verdad, le
parecía poco serio, pero rogaban, que si una sobada, que si una mamada, y lo
tocaban, justo allí, apretando. Y él no era la roca que golpeaba la ola, aunque
casi igual de dura se le ponía. Claro, no podía ser de otra manera, no sabiendo
lo que esos jóvenes, vigorosos y sensuales chicos podían hacer con cualquiera
de sus bocas golosas. Sabía que sobar nalgas y meter dedos, o la lengua o su
juguete, era garantía de que la pasaría en grande. Mierda, cuando llegó era
cien por ciento heterosexual, pero con esos calientabraguetas no había machura
que durara, dígame cuando bailaban, sudados, en suspensorios… aunque le duraba,
cuando se las enterraba, lo que parecía que era lo que más les gustaba. Cálidos
y excitantes momentos entre los chicos del equipo.
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