El entrenador
se había molestado porque subió trescientos gramos de un día al otro; le acusó
de goloso, de comer algo siempre que sale del gym,
por eso, por su bien, le alimentará. Le daba a tragar todas las tardes, ¡y sí
que estaba hambriento ese guapo macho! Después de los ejercicios, la rutina, el
sudor, entre el calor y las pieles húmedas y pegajosas podía tocar, sobar,
descubrir y probar de ese nuevo y delicioso manjar. A su mujer le extrañaba que
llegara agotado, saciado y satisfecho. Claro que era mentira del entrenador. El
tipo nunca aumentaba, de hecho estaba perdiendo algo de peso, amañó la báscula.
Desde que le vio joven, fuerte, bello y sexy decidió que lo quería para diera
mamadas cada tarde. “La cabecita, besa, pasa la lengua, baja”, guiarle, aunque
ya no lo necesitaba, era junto a esos labios, mejillas y lengua trabajando lo
mejor de sus tardes. Pero, ¿qué importa, incluso esos dedos que se volvían
traviesos? Todos eran felices.
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