Cada
vez que iba al centro comercial, mientras su mujer y las niñas se comían unos
perros calientes, el catire también tragaba lo suyo de manos de aquellos dos
enormes, apuestos y viriles cargadores de cajas. Le veían llegar, como si se
hubiera perdido, o buscara algo, y los otros intercambiaban una mirada,
socarrones, sabían lo que el catire quería… y las sacaban para que las viera y
las deseara. ¡Y cómo salivaba el muy puto! Pronto estaba sin ropas, siendo
empujado, llamado loquita y princesa, su ropa interior siempre era rasgada (¿cómo
se lo explicaba a su mujer?, misterio), y era tomado y llenado por todos lados,
mientras gritaba y gemía sintiendo que se moría de puro placer. Los hijos de
perra le bañaban la cara al final, y con los restos del calzoncillo se secaba,
salía y sentía que olía. Que otros machos lo percibían y sabían que era un puto.
Eso le ponía mal, deseando ya otro viaje al centro comercial.
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