Cuando
comenzaba en la escuela de medicina su padre le aconsejó que fuera ginecólogo
“si quería divertirse”. Su mamá, que le conocía mejor, le dijo que se preparara
para urólogo. Y así como se lo agradecía a ella, también recordaba a su papá
cuando tanto se divertía. El mundo estaba tan lleno de carajos necesitados de
ayuda para alcanzar la total satisfacción que no se daba abasto. Pero era
reconfortante saber que, aunque fuera por un rato, aliviaba a todos esos tipos
guapos y sexy que podrían obtener lo que quisiera de quien fuera, sacándolos de
sus braguetas, pero que sufrían engañándose viviendo reprimidos.
Sabiendo
de las presiones que vivían esos chicos, siempre tensos por los juegos, el
entrenador dejaba juguetes por ahí para que se distrajeran y descargaran
tensiones. Jóvenes, saludables y guapos, se entregaban con ganas y entusiasmo a
la autosatisfacción. Todo lo mejor para sus muchachos; para ellos eran los
buenos implementos deportivos y los más gruesos consoladores. Todo lo pagaba
con los videos que a escondidas filmaba y vendía a un enorme precio entre
jóvenes estudiantes de secundaria y tíos mayores. Todo era ganancia cada vez
que uno de ellos, sobre el mismo banco, alcanzaba una ruidosa y blanca llegada.
Cerca
de la empresa estaba aquella exclusiva y elegante sala de cine donde exhibían
porno, heterosexual, las veinticuatro horas del día. Casi todos iban por las
aventuras de las traviesas lolitas y de las mamis golosas… y los chicos como
Bruno, que cuando a los otros les hervía el vaso de leche se ofrecía a
bebérsela. Y no había quien dijera que no entre las butacas en las penumbras de
la sala. Aunque, claro, nunca esperó encontrarse con su sexy y masculino jefe,
quien resultaba también el marido de su hermana, quien burlón le exigió le
mostrara con qué lograba convencer a tantos carajos a comprarle seguros de
vida, de cuotas tan altas. Y lo hizo, le mostró su mejor argumento, su mejor
cara.
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