Aunque
cercanos de toda la vida, a Jairo le parecía que entre su abuelo y su mejor
amigo, Vicente, había algo más. Sabía que se habían criado en el mismo barrio,
y que Vicente había salido con su hermana, a la que, según todo el mundo decía,
amaba, aunque luego todo acabara. Cosa que no terminó con la amistad. A veces,
viéndoles reír, cargando a los nietos más pequeños, le parecía pillar cierta…
chispa entre ellos, como que Vicente le clavaba los ojos en el culo al abuelo
cuando se paraba e iba por algo. Obviamente no sabía que cuando muchachos, y si,
muy amigos, y si, Vicente saliendo con Ofelia, Mario, su abuelo, quiso saber
cómo hacía para enloquecer a todas las tías, y este, pícaro, le dijo que tendría
que mostrárselo en la práctica, pero que sería peligroso porque lo convertiría
en su putica. Riendo, Mario le retó y… Bien, nadie besaba así, nadie despertaba
tales ecos en su joven cuerpo como esas manos, nunca había maullado como una gata
en celo cuando una lengua le explorara de aquella manera, que ninguna lo había
hecho antes. Y montado sobre el asunto entendió que su amado amigo tuviera tanto
éxito entre las nenas, porque, él mismo, arriba y abajo, ya era una de ellas.
Tal vez por eso el joven terminó con Ofelia, y de tarde en tarde se reunían
para rascarse esa particular piquiña, porque a Vicente le pareció, toda la
vida, que no había otro cariño como el de su amigo.
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