Cada vez
que cerraba los ojos aparecía él, siempre él, como la respuesta a una oración
que no sabía haber hecho; rudo, viril, oliendo a colonia, a café y sudor. A
macho. Y lo tomaba. Aún durmiendo con su mujer al lado, cachondo iba a su encuentro
en sueños, gimiendo, estremeciéndose bajo sus manos grandes que acariciaban su
firme trasero, el cual abría y donde ocultaba el rostro barbudo para darle
tiernos besos. En sus fantasías gritaba y se dejaba llevar por ese hombre que
lo amaba, que tomaba de su cuerpo joven y firme todo lo que anhelaba.
Comprendía, y aceptaba, que era un juguete en esas manos, un violín al que le sacaba
la música que deseaba. No, nunca podía tener suficiente de ese hombre que se
materializaba, tanto que por momentos tan solo deseaba dormir. Aunque ahora… a
veces, estando a solas en su casa, le parecía encontrar pruebas físicas de que,
de alguna manera, se hacía real cuando le satisfacía. Lo que hacía todo peor,
porque ahora lo amaba y le extrañaba en demasía.
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