Cansada
de la cañería que goteaba, la esposa llama finalmente al plomero, a pesar de la
dura resistencia de su marido. Ella creía que lo hacía por machista, por la absurda
idea de que todo podían resolverlo. Como otras mujeres jóvenes casadas, no
entiende que muchas veces los hombres no quieren llamarlos porque no desean
admitir cuanto los necesitan en sus vidas. Estos, con ese aire de provocadora
virilidad, terminaban afectándoles si, para colmo, la esposas salían y los
dejaban encargados de no apartar los ojos de los agresivos gañanes. Y este caso
no era diferente, ni el marido que no podía dejar de ver, ni el fontanero que
nota sus miradas disimuladas. Que reconoce porque en otras casas y apartamentos
ya las ha recibido y apiadándose del patético sujeto decide curarle de esa
urgencia secreta, obligándole a salir de su closet, a exponerse por primera vez
ante el mundo. Cuando terminara con este, reparándole mejor que a la cañería,
ese sujeto quedaría alucinado y sonriente, ya soñando con el próximo hombre, el
mecánico del carro de su mujer, a quien también se resistía a ver. Ya no. Ahora,
aunque lo ocultara para sí (su mujer no necesitaba saberlo), era un marica
feliz.
Ah,
plomeros y porno, eso va de la mano.
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