La
cosa había ocurrido accidentalmente en la última pachanga de la compañía,
cuando bebieron hasta lejía y terminaron acostados en cualquier lado. No sabía
qué pasó, tan sólo que despertó sobre una vieja colchoneta, ebrio y caliente,
desnudo y tieso, con su mejor amigo al lado, con la cabeza sobre su panza, como
si fuera una almohada, roncando entre labios abiertos muy cerca de su barra,
bañándola de aliento. Como se dijo, medio borracho y caliente, con ese peso en
su estómago, contrajo la cintura acercando la punta de su chupeta a esos
labios, los cuales se agitaron inmediatamente, como los de un bebecito
lactante. Por lo que la metió toda y este, ojos cerrados, como si aún durmiera,
de ella se alimentó hasta el final, tragándose ávido cada gota. “Abre los
ojos”, le dijo burlón, sus miradas encontrándose; “quiero otra, que uses las
manos y mires lo que haces”.
Ahora,
después del almuerzo, se perdían un rato para atender sus asuntos de machos,
algo que les divertía y aligeraba un tanto el pesado día; era un secreto de
ambos, que sus novias y todos los demás ignoraban, excepto ese cabrón que llegó
y, bien pasado como era, se sirvió.
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