Era
algo en el aire que los ponía traviesos y cachondos. O eso pensaba Pepe, hijo
del entrenador que siempre se ofrecía a poner orden en los vestuarios después
de juegos y prácticas, antes de ir con su novia. Recorriendo el sitio y tomando
los suspensorios usados, todavía calientes y húmedos, oliéndolos. Mareándose
ante el aroma acre a bolas, sudor, algo de orina y hasta de esperma. No le extrañaba
que entre prácticas y juegos más de uno se emocionara y les babeara, también a
él le pasa. Aunque se decía hétero, se llevaba las prendas y en su cama las
disfrutaba, oliéndolas, cubriéndose la cara con ellas, perdiéndose en
cachondez, imaginando que usándolas, todos duros, los chicos se las recostaban
en el trasero bajo las duchas, y empujaban y empujaban riendo. Lo que nunca
esperó fue ver al catire, el capitán, también alebrestado, tocándose, dándose.
Un rico bocado al cual clavar el diente, por así decirlo. Juntos, por fin
experimentan y descubren qué tal era eso, entre maricones. “¿Nos vemos
mañana?”, cuando le preguntó, al final, temblaba entero. “Claro, papá”, la
respuesta le devolvió el alma al cuerpo.
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