No
era su culpa, era joven, vigoroso, caliente de sangre. Siempre quería sexo. Y
el cuñado era un calentorro, lo mismo dándole palo a las nenas, que hueco caliente
a los machos. Y la propuesta de atenderle con la boca, con ojos brillantes como
si ya tuviera la retaguardia en llamas (necesitado de una larga y gruesa
manguera que se lo dejara empapado), era más de lo que cualquiera podría resistir,
aunque al principio el corazón casi se le paralizara, entre el rechazo mental a
la idea y las ganas de la carne. Para su cuñado, ese zorro putón, era más
simple: le gustaba el sexo. Y no podía ocultar que el marido de su hermana lo
ponía mal. Siempre tuvo buen ojo para los machos la zorra esa. Y lo quería,
sentirse bien atendiéndole ese tolete que le adivinaba enorme bajo las ropas,
el cual seguramente sabría muy bien cómo joder, desde bocas a coños; y en ese
momento él tenía de ambos un poco. Un hombre lanzándosele así al marido de su hermana,
¿podría haber algo más sucio, prohibido y excitante? Él no lo creía, y en esos
momentos, mientras cabalgaba sobre la porra, tampoco era importante.
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