Ya
estaba cansado de ese muchacho vago que nada hacía en casa como no fuera trabajarle
la paciencia. ¡Le molestaba tanto! Otros salían cada mañana a laborar,
contribuyendo con la carga familiar en sus casas, pero él… Bien, era culpa de
su permisiva mamá. Ese muchacho sólo servía para calientabraguetas y traer
carajitas chillonas que salían medio vestidas al otro día. Eso se dijo, más
furioso al no poder dejar de mirarlo, ni de tocarlo, ni de rozarlo con su vara
larga, deseando darle con ella para que aprendiera. Le molestaba tanto por su
continuo aire de desafío que quería verle ahogado, con arcadas de cuando su
garganta quedara atragantada de carne, única evidencia de que, al menos en algo,
se esforzaba. Y, bueno, tal vez por la justa indignación se la pasó la mano
cuando se lo abrió y se lo llenó de “amor” del duro, para descargar el enojo, y
este despertó gritándole que le soltara, que era un sucio maricón, que qué
desgracia que su mamá se casó con él. Eso le irritó todavía más, y en lugar de
retroceder decidió tratarle como merecía un ese vago culón. Que aprendiera a
respetar, saber y admitir cuál era su lugar. Y lo haría a la antigua, con mano
dura y con palabras, a las rudas palmadas que llenaban el cuarto esa mañana, se
sumaban los aleccionadores “tómala toda putita, haz feliz a tu nuevo papá, nena
mía”. Y darle y darle hasta que gritara un “sí, dámela toda, papi, llename con
tus bebés como la putita que soy”. Lo que, reconoce el hombre, ya era una
mejoría. Ahora servía para algo, se dijo, atrapándole de la cintura y
haciéndole casi llorar por más de eso.
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