Dos
robustos y agresivos policías, amigos, casados pero también mujeriegos, han
montado su propia campaña para ayudar a los jóvenes a dejar las drogas. Van por
esos parajes, que saben son paraísos de fumones, y cuando atrapan a uno, dos o
tres, les caen encima. Con gritos, manotazos y amenazas los reducen como a
estos dos amigos, a quienes cuestionan “¿así que quieren algo en sus bocas?”, mientras
abren sus braguetas. Sorprendidos, ofendidos e irritados esos chicos se
resisten, aúllan insultos y pelean. Gritan adoloridos cuando comienzan el
“tratamiento”, sintiendo que morirán de vergüenza y ultraje, pero luego
lloriquean y se agitan, buscando las duras y pulsantes masculinidades,
sorprendiéndose ellos mismos tocándose, besándose o chupando algo del otro,
olvidadas ya sus heterosexualidades. Sometidos, aún no entienden que un hombre
de verdad pueda transformar a un sumiso
escondido, o liberarle. Sobre la capota, viéndoles usarles a profundidad con
duros golpes, sólo son consientes de los mucho que separan sus piernas y
levantan sus agujeros, mirándoles con adoración, aunque todavía sorprendidos y
desconcertados, a esos machos que han logrado feminizarlos en minutos. Olvidándose
de los alucinógenos caerán con todo en su nuevo vicio.
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