Todos
estaban molestos con los gritos y desplantes del capataz, por lo que decidieron
darle una lección, como la dan los hombres rudos, casi violentamente. La idea
era sencilla, ni siquiera la meditaron o hablaron entre ellos. Sabían lo que
tenían qué hacerse para corregirle. Exponerle, usarle como vertedero de semen;
mostrándole su indefensión, reducirle a la sumisión absoluta del grupo. Aunque
eso era tan sólo una parte, castigarle, también buscaban beneficio: contar, de
ahora en adelante, con un cuerpo de dos agujeros que les brinde desahogos en
momentos de ocio.
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