No
sabe por qué siempre se reía sorprendido cuando le ordenaba algo, severo, advirtiéndole
lo que le pasaría si se portaba mal o desobedecía. Como ahora. Nuevamente le
daba una tunda sobre sus piernas, palmeándole duro el trasero, tan sólo porque
quería salir con los guapos chicos del colegio. Muchacho al fin, no entiende
las preocupaciones del otro, quien le hacía eso porque le protegía, porque le
quería, porque era “su chico”. Le nalgueaba porque sabía que el afeminado joven
necesitaba la firme mano de un hombre para guiarle y evitarle líos mayores. Que
sabe llegarán en algún momento, se dice suspirando, aunque le cuidara y lo
aleccionara. Uno o dos años más y ese muchacho tan sólo pensaría con su
conchita caliente, urgida de sus amigos. Pero debía infundirle algo de sentido común
para que no se regalara en cada esquina, que se respetara. Era la labor de un
padre, se dice alzando la mano una y otra vez sobre las firmes, turgentes y
redondas nalgas de su muchacho. Como hacía, prácticamente, cada tarde cuando
Berta salía para el trabajo.
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