El
joven atleta, capitán del equipo de fútbol de su colegio, tan sólo puede gemir
y estremecerse, abriendo mucho la boca y cerrando sus ojos. Dios, era tan
grande que cree que se morirá… de gusto. Era el proveedor regular de éxtasis,
ese que alegraba a los hermanos en las fiestas de la fraternidad, y aflojaba a
las muchachas, las que siempre se le entregaban toda emocionadas… y ahora creer
entender por qué. Eso se sentía tan bien que grita pidiendo más, que le dé
duro, que lo haga su hembra, sin importarle que estén en ese estacionamiento
donde el otro hace negocios, ni avergonzándole escucharle reír, diciendo un “lo
sé; desde que te vi, pequeño, supe que tenías una ardiente concha”. Le debían
plata, mucha, y creyendo que le agradaba al sujeto fue a pedirle más,
encontrándose con la cuenta. Tuvo que pagarla en especias aunque se resistió y
gritó, tan sólo para verse mareado y excitado al ser dominado, desnudado y tomado
en un lugar público, donde otros sujetos veían su degradación, su manera de
caer y entregarse. El otro, sonriendo socarrón, se pregunta si el muchacho
tonto entiende lo que le ocurría: iba camino, con cada sacada y metida, a
convertirse en un pussyboy de los grandes miembros. Pronto los necesitaría
hasta para respirar. Por suerte él, y varios de sus clientes bien plantados,
podían sacar ventaja de ello. El ex gallito iba a pagar por lo consumido, disfrutando
cada paso, además, del proceso.
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