Usar
esos ajustados bañadores los ponía cachondos, chicos al fin y al cabo, y saber del
que usaba el guapo y acuerpado entrenador lo hacía todo peor. Saber que al
hombre le gustaba usar el suyo en su oficina, sentirse aprisionado con la elástica
tela que se amoldaba a su anatomía. Que eso lo encendía. Muchos habían llegado
y lo habían encontrado armado, levantando la tela sintética, casi queriendo
escapar por el borde como para alcanzar a un chico y caer sobre él. Por eso va,
desnudo, lisito y púber, a hablarle de las virtudes de los desahogos a media
tarde, de las muchas que les ha dado a otros carajos, amigos, profesores y
colegas de su padre. ¿Y quién se resiste a eso? ¿Quién no querría a un chico
así, de rodillas, sonrisa pícara, tragándose todas las presiones del día? El
hombre, sonriendo, meciendo sus caderas, descarga todas sus abundantes y
cálidas tensiones, y lo mejor es que ahora sabe a dónde ir y a quién buscar
para repetir.
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