Nada
excita tanto a un hombre, haciéndole actuar rudo y hasta desconsiderado cuando
la testosterona le controla, como el reclamar y penetrar lo que es suyo, mano,
cara, boca o cualquier otro agujero en ese otro cuerpo que toma. Es el derecho
de todo macho, uno que ejerce mientras se llena de celo y ardor. Usarlo,
descargar las ganas en él, haciendo que grite y gima, sonriendo en todo momento,
feliz sabiendo lo que se espera que haga, lo orgulloso y satisfecho que debe estar
de servirle en esos instantes. Entre hombres es una jerarquía muy especial, tal
vez tácita, pero no por eso menos real.
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