Llegado
de la gran ciudad, el primo era pretencioso, pero en una visita al río,
viéndole el entrepiernas, notó que como a todos, en todas partes, también le
gustaba lo picante. Y se lo enseñó, tieso; lo que ya les enseñara a sus amigos,
a dos maestro y al nuevo joven cura que se bebió hasta la última gota de sus
pecados en el confesionario. Le hacía gracia recordar cómo era al llegar,
necio, arrogante, bastante idiota sonriéndole a todas las chicas que le
preguntaban cosas de la capital, y como es ahora. Y aunque de día seguía siendo
el mismo, el chico nuevo el cual a todas gustaba, de noche, cuando compartían
cuarto y cama como ocurre en toda visita de primos en todas partes, se le lanzaba
a meterle mano para tocar lo que ansiaba. Toda pretensión acabada cuando de
rodillas saboreaba su verdad. La que su primito le ensañara y él aprendiera,
como siempre pasaba con ese parentesco: fuera de toda fachada, tenía un
huequito en su vida que se sentía muy triste y que necesitaba ser llenado con
dicha, fuerte y con todo vigor. Y mientras más dura y caliente estuviera, mucho
mejor.
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