El
Sargento, cansado del Teniente recién llegado que le desautorizaba frente a las
tropas en tan peligroso lugar, decide demostrarle quien manda. Y para ello
usara su bastón de mando. Primero vino una breve pelea cuerpo a cuerpo, donde
el Teniente terminó de rodillas limpiándole el calzado, luego debió atenderle
el bastón de mando. El hombre era bueno como Sargento porque adivinaba a la
gente, y en los ojos del Teniente encontró carencias, algo de hambre, una que
medio calmó con su grueso y largo bastón de mando. Para luego montárselo… sobre
el bastón de mando. Y aunque se negó, y más tarde gritó, el hombre sabía que el
negocio marchaba. Que mientras más tiempo pasara con el culo lleno, el bastón
de mando pulsado y quemándole, más y más lo querría, y para obtenerlo, para
gozarlo, se sometería y obedecería. Ya no tendría que gritarle o abofetearle
frente a la tropa, tan sólo le miraría todo chulo y las ganas del Teniente
despertarían. Si el Teniente se portaba bien y sus soldados seguían siendo tan
entregados, tal vez podría prestárselos como premio, un agradable presente. La
recompensa sería para sus muchachos y aún más para el goloso Teniente.
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