Lo
trabajó poco a poco, como hacía con las reparaciones de las casas, como hacía
con el dueño de aquella. A quien le haría lo que le hizo a su cuñado. El gran
machote que se burlaba, antiguamente, del masculino hermano gay de su hembra;
“mucho pelo y tan marica”, le había escuchado una vez. Y lo trabajó por eso,
desde que el vago ese, sin empleo, terminó a su lado, ayudándole. Aunque, para
ser sinceros, había algo sucio en la idea de hacérselo al marido de Josefa, el
papá de sus amadas sobrinas. No le llevó mucho, a decir verdad, en esas casas,
apartamentos y cuartos solitarios en convertirle en dos agujeros dispuestos a
recibir a su macho, sus embestidas, sus cargas calientes. Mierda, pensando más
tarde, entendió que el maricón ese había nacido para eso, para perra, una que
gemía y chillaba cuando se la enterraba. Lo que no importaba, este nunca
dejaría a su hermana ni buscaría otros tipos, de eso se encargaría él dejándole
siempre satisfecho. Sonríe al verle estremecerse, al pedir más, lloriqueando
por atenciones, recordando lo que antes fue. Y mientras lo taladra a media
mañana, mira hacia la puerta cerrada. Sabe que el dueño de la casa, el
arrogante joven gerente de banco, en cuanto su mujer salía se acercaba sigiloso
para escuchar lo que le hacía al cuñado. Volviendo cada vez por más (le atendía
dos o tres veces por jornada, si andaba con ganas). Sonríe aún más; seguro que
el señor importante esperaba su turno para servirle con humilde y apasionada
entrega también.
El
otro ya sabe su lugar en la relación, en la vida, su propósito; así, para
excitar, tentar y facilitar las cosas, nunca sale de casa sin sus más atrevidos
suspensorios. Tomen notas, chicos. Que ellos sepan qué necesitan y ofrecen.
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